Inmersa en un ambiente de guerra desde su adolescencia en Liberia, Leymar Gbowee se rebela contra las continuas desgracias. Aprende a superar sus sufrimientos y comienza a trabajar ayudando a otros. Trabaja con niños soldados y organiza movimientos de mujeres para construir la paz. Gracias a su presión, logran que se firme un acuerdo de paz tras catorce años de guerra. Promueve el voto entre las mujeres y posibilitan que otra mujer se convierta en la primera mujer jefe de Estado de África. Ambas recibieron conjuntamente el Premio Nobel de la Paz en 2011.
Leymah Gbowee, una mujer para parar una guerra
La de Leymah Gbowee es una historia que quizá no hayáis oído antes, porque es la historia de una mujer africana y sus historias rara vez se cuentan.
Su país, Liberia, lo establecieron como colonia en 1822 negros americanos liberados y libres de nacimiento y hombres y mujeres africanos liberados de los barcos de esclavos que hacían sus rutas a América.
Los colonos que vinieron de los barcos de esclavos, y los que vinieron de América, muchos de sangre mixta y piel clara, formaban la élite política y económica. Creían ser más civilizados y mejores que las tribus de africanos que ya ocupaban el terreno. La terrible ironía es que hacían a los indígenas lo que les habían hecho a ellos en los Estados Unidos: establecieron colegios separados, iglesias separadas. Los indígenas se convirtieron en sus sirvientes. En esta desigualdad y explotación está la raíz de los problemas que vendrían después.
La familia de Leymah Gbowee no pertenecía a la élite pero disfrutaba de ciertas comodidades. Después de graduarse en el Instituto, Leymah soñaba con convertirse en pediatra.
Por entonces gobernaba Samuel Doe, que no pertenecía a la élite y que resultó ser corrupto y violento. Otorgó dinero y poder a sus compañeros de tribu y excluyó totalmente a los otros grupos étnicos. Así que la oposición acudió a Charles Taylor, quien se dispuso a derrocar a Doe con su grupo de rebeldes.
Comienza así la primera guerra civil de Liberia, y Leymah y su familia tienen que abandonar el país. Su nuevo hogar es un campo de refugiados en Ghana.
Tiene diecisiete años y averigua que han matado a uno de sus profesores junto con toda su familia, que han violado a las hijas de amigos de la familia, que casi mil hombres, mujeres y niños se habían refugiado en una iglesia pensando que los soldados, a pesar de su brutalidad, respetarían el lugar. Sin embargo, los soldados violan, acuchillan, disparan y asestan machetazos dentro de la iglesia, y a los que salen, los abaten las ametralladoras.
Los rebeldes capturan al presidente Doe, lo torturan durante seis horas hasta matarlo, lo graban y venden los vídeos por las calles de Monrovia. Se forma un nuevo Gobierno provisional y se terminan los enfrentamientos.
Leymah y su familia regresan a Liberia para encontrar que la universidad donde soñaba estudiar estaba destruida y que su hogar había desaparecido. Sentía que le habían robado la vida y solo podía sentir ira.
Con diecinueve años se embarca en una relación destructiva de la que nacerán cuatro hijos.
Durante meses la gente en Monrovia está convencida de que la guerra ha terminado. Sin embargo, fuera de la ciudad, la rebelión se expande. Taylor deshace su alianza con el Gobierno provisional. Su ejército es aterrador, impredecible y salvaje, con sus soldados bien abastecidos de alcohol, marihuana y speed.
El piso donde vive Leymah a menudo se encuentra en la línea de fuego. Su vida con su pareja continúa deteriorándose: él le pega y la humilla. Para salir de casa, Leymah se apunta a un programa de Unicef que forma trabajadores sociales para ayudar y dar terapia a aquellos que han quedado traumatizados por la guerra.
Allí aprende sobre el ciclo de violencia en el hogar y piensa: ¡hablan de mi vida! En otra clase, le hablan del trauma y de cómo, para ser trabajador social, tiene que «formarse para transformarse», es decir, enfrentarse a sus propios problemas antes de poder aprender a ayudar a otros. Es consciente por primera vez de lo mala que es su situación y empieza a defenderse con gestos pequeños.
Después viene el trabajo de campo. Le asignan un grupo de refugiadas de Sierra Leona. Todas habían sido violadas pero todas querían regresar. Había una que soñaba con volver para enseñar a los niños a cantar y a bailar. A esta mujer, cuando estaba amamantando a su bebé, un soldado apartó al bebé de un empujón y le cortó el pecho. «¿Cómo puedes querer volver?», le preguntó Leymah. «¿Qué otra cosa debería hacer, dejar que ellos ganen?». Leymah nunca olvidó estas palabras.
En 1996 vuelve a empezar la guerra y de nuevo tiene que huir con su familia, esta vez en un viejo carguero con miles de personas hacinadas en unas condiciones infrahumanas. Después de un tiempo, reúne el valor para abandonar a su pareja y regresa a Liberia.
En 1997 hay elecciones y Taylor obtiene la presidencia con un amplio margen. No es que el pueblo liberiano se hubiera vuelto loco; Taylor había destrozado el país, así que había que dejar que lo arreglara.
Leymah entra en contacto con el Programa de Curación del Trauma y Reconciliación. Este voluntariado fue su primer contacto para ser una persona que construye la paz.
Empieza a leer libros sobre transformación social. Aprende que la reconciliación entre la víctima y el autor del daño es la única manera de resolver el conflicto, especialmente en los conflictos civiles, en el mundo moderno. De no ser así, ambos permanecerían unidos para siempre; uno a la espera de una disculpa o una venganza y el otro con el temor de un ajuste de cuentas. Aplicó esta estrategia de perdón consigo misma: buscó a su expareja y le perdonó.
Más tarde le asignan un grupo de antiguos niños soldados discapacitados. Taylor se había deshecho de ellos cuando los hirieron y ya no le servían para nada. Los habían explotado, utilizado y tirado. Toda la gente de Liberia odiaba a aquellos niños, la gente les escupía cuando mendigaban, pero Leymah pensaba que la ira tenía que dirigirse a aquellos que habían empezado y perpetuado la guerra e hizo todo lo que estaba en su mano para curar las mentes de aquellos niños.
Toma contacto con la Red de África Occidental para la Construcción de la Paz (WANEP), que fomenta que las mujeres se unan a la lucha contra la guerra, la violencia y los abusos contra los derechos humanos.
En 1999 se forma un grupo de oposición a Taylor llamado LURD y otra vez empiezan los enfrentamientos. Otra vez los civiles se quedan atrapados.
Un día vio la película Gandhi. Gandhi decía: Puede que haya tiranos y asesinos y puede que durante algún tiempo parezcan invencibles. Pero al final siempre fracasan. Pensadlo: siempre.
A pesar de lo que había visto, Leymah reflexionó sobre estas palabras y vio que eran ciertas: estaba claro que los legados de aquellos líderes que habían recurrido a la fuerza bruta eran tan breves como sus reinados. Apenas unas décadas después de que se hicieran con el poder, el mundo vilipendiaba a Hitler y a Stalin. En diez años, ¿quién iba a admirar a Charles Taylor? Sin embargo, siempre admiraríamos a Gandhi, siempre admiraríamos a Nelson Mandela, al Dalai Lama, a Rosa Parks.
Junto con otras mujeres, forma la Red de Mujeres para la Construcción de la Paz (WIPNET). Nadie más en África estaba haciendo aquello: concentrarse exclusivamente en las mujeres y en construir la paz.
En una ocasión tuvo un sueño: oyó una voz sin rostro que le ordenó: «¡Reúne a las mujeres y reza por la paz!». Su sueño se convirtió en la Iniciativa de Mujeres Cristianas por la Paz. Se reunían periódicamente para rezar. Esta acción llega a oídos de una líder musulmana, que les dice que su acción la ha conmovido e inspirado y que va a extenderla a las mujeres musulmanas. Es una alianza que nadie había imaginado antes. Empiezan a repartir panfletos para las mujeres en mezquitas, mercados e iglesias. Los panfletos decían: «¡Estamos cansadas!, ¡Estamos cansadas de que nos violen! ¡Mujeres, despertad! ¡Tenéis algo que decir en el proceso de paz!».
A aquellas que no sabían leer les explicaban su misión mediante dibujos. Utilizaban las redes de mujeres para comunicarse, discretamente, nadie se percataba de los cimientos que estaban construyendo.
Para entonces Liberia estaba acusando los estragos de trece años de guerra. Era imposible imaginar que hubiera algo peor, pero lo había y estaba a punto de caer sobre su gente.
En 2003 estaban previstas las elecciones presidenciales, pero debido a los ataques de los rebeldes, era poco probable que se produjeran. Taylor no quería ni oír hablar de negociar con los rebeldes, a los que consideraba terroristas, y había prohibido las marchas en la calle. Pero Leymah y sus mujeres estaban dispuestas a reunirse de cualquier forma. La consigna era vestir de blanco y su petición era muy clara: tenía que haber un alto el fuego y el Gobierno y los rebeldes tenían que hablar.
Dieron tres días a Taylor para responder, pero no lo hizo. Se sentaron en el exterior del Parlamento bajo el sol y la lluvia desde el amanecer hasta el atardecer y cada vez se les unían más mujeres. Finalmente Taylor las recibió. Les dijo que estaba dispuesto a iniciar las conversaciones de paz, pero que, si su movimiento era justo de verdad, deberían pedir lo mismo a los rebeldes.
Un día, después de preguntarse «¿Qué se necesita para hacer que los que batallan escuchen la voz de la razón?, ¿qué es lo que todavía no hemos intentado?», alguien bromeó: «Quizá lleguemos al punto en el que tengamos que negar a los hombres tener relaciones sexuales». Anunciaron en la radio que, como los hombres estaban involucrados en la guerra y las mujeres no, animaban a las mujeres a negarles las relaciones sexuales como medio para persuadir a sus parejas a poner fin a la guerra. El mensaje era que mientras continuaran los enfrentamientos nadie era inocente; no hacer nada para pararlos hacía que se fuera culpable.
La huelga de sexo duró intermitentemente unos cuantos meses. Tuvo un efecto práctico pequeño o nulo, pero fue una manera muy valiosa de obtener la atención de los medios.
Se programaron las conversaciones de paz entre Taylor y los rebeldes. 500 mujeres se reunieron en el centro de conferencias donde tenían lugar.
Tres meses antes, el tribunal de crímenes de guerra de la ONU en Sierra Leona había acusado en secreto a Taylor de ser responsable, en gran medida, de diez años de asesinatos, mutilaciones y violaciones en ese país. Taylor sería el primer jefe de Estado en sentarse en el banquillo desde que lo hiciera el bosnio Slobodan Milosevic y el primer líder africano en enfrentarse a tales acusaciones. Pero cuando llegó la orden de arresto, Taylor había abandonado su delegación y se había ido en un avión a Liberia.
Las conversaciones se pospusieron, pero las mujeres permanecieron sentadas día tras día con sus carteles.
Finalmente, los dos grupos rebeldes y Taylor firmaron un acuerdo de alto el fuego en el que habría un Gobierno de transición sin Taylor. Prácticamente acto seguido, Taylor se retractó de su promesa de abandonar el poder, el alto el fuego quedó anulado y los rebeldes lanzaron tres ataques contra Monrovia tan terribles que recibieron los nombres de guerras mundiales I, II y III. Se desató una espiral de asesinatos, violaciones y destrucción, ni un hospital público del país estaba abierto y se cerraron todas las carreteras para que nadie huyera.
En Ghana las mujeres seguían reunidas. Por las noches, los señores de la guerra salían al patio del hotel a beber y hablaban de cómo utilizar las conversaciones de paz para su beneficio personal. Los señores de la guerra estaban de vacaciones y la comunidad internacional se las estaba pagando.
En Liberia se extendía la hambruna, no se podía acceder a los cementerios, por lo que las familias tiraban a sus muertos a los pantanos. No había agua limpia y se extendió una epidemia de cólera. Todo el país huía, pero no quedaba lugar al que escapar.
Un día algo se rompió dentro de Leymah. Después de un ataque a un centro donde 10.000 personas habían acudido a refugiarse, el mundo desapareció para ella: sabía lo que tenía que hacer. Aquel día, el salón de la negociación estaba lleno. Hizo que las mujeres se sentaran en el vestíbulo con carteles que decían: «¡Carniceros y asesinos del pueblo de Liberia, parad!».
Les dijo a las mujeres: «Sentaos delante de esta puerta y entrelazad los brazos. De aquí no sale nadie hasta que se firme el acuerdo de paz. Hemos tomado a estos delegados, sobre todo a los liberianos, como rehenes. Sentirán el dolor de lo que nuestra gente está sintiendo en casa».
Cuando se enteraron los guardias de seguridad, le dijeron a Leymah: «Estás obstruyendo a la justicia y vamos a tener que detenerte». «¿Obstruyendo a la justicia? ¿Me había dicho eso en serio: justicia?». Estaba tan enfadada y había perdido tanto la cabeza que le dijo: «Te voy a poner fácil detenerme. Me voy a desnudar». Cuando empezó a quitarse la ropa, no tenía ningún plan. Solo pensaba: «Vale, si crees que me vas a humillar con una detención, mira cómo yo misma me humillo aún más de lo que jamás podrías haber imaginado». Estaba fuera de sí, desesperada. En África es una maldición terrible ver cómo una mujer casada o mayor se desnuda deliberadamente. Para aquel grupo de hombres ver a una mujer desnuda sería prácticamente una sentencia de muerte. Los hombres nacen a través de las vaginas de las mujeres, y desnudándonos es como si dijéramos: «Te estamos retirando la vida que te dimos». El miedo se apoderó del lugar.
La guerra de Liberia no terminó aquel día en el que las mujeres bloquearon el vestíbulo. Sin embargo, lo que hicieron marcó el principio del fin.
Charles Taylor dimitió de la presidencia y se exilió a Nigeria. Pero una guerra de catorce años no desaparece así como así. Habían muerto 250.000 personas, muchas de ellas, niños. Una de cada tres personas estaba desplazada, había desnutrición, el 75% de la infraestructura de Liberia estaba destruida. Pero los daños psicológicos eran aún peores.
Ahora las mujeres tenían que asegurarse de que lo que habían hecho tenía un efecto duradero. Era el momento de construir sobre lo que habían hecho. Firmaron una declaración que enfatizaba la importancia de involucrar a la mujer en todos los aspectos del proceso de paz. Empezaron, conjuntamente con Unicef, una campaña para promover la vuelta de los niños a las escuelas.
En 2005 llega el momento de las elecciones en Liberia. Entre los candidatos se encuentra una mujer: Ellen Johnson Sirleaf. Leymah sigue teniendo una profunda convicción de lo necesario que es que las mujeres de Liberia voten para que sus voces sean oídas. Pero en Liberia la mayoría de mujeres no estaban censadas, por lo que no podían votar.
Así que Leymah y sus compañeras empezaron una campaña para que las mujeres se censaran. Cuando empezaron, tan solo el 15% de los votantes registrados eran mujeres. Cuando terminaron, eran el 51%.
Ellen Sirleaf ganó e hizo historia al convertirse en la primera mujer jefe de Estado moderna de África. Cuando accedió al cargo, dio las gracias a sus hermanas, «mujeres de todas las clases sociales que con sus votos han contribuido significativamente a mi victoria», y en pocos meses, Charles Taylor fue encarcelado por fin.
Leymah Gbowee y Ellen Johnson Sirleaf ganaron conjuntamente el Premio Nobel de la Paz en 2011.
Cuando los periodistas le preguntaron a Leymah si lo que consiguieron las mujeres en Liberia podría replicarse en otros países de África, ella contestó: «Ya está ocurriendo».