María Blanchard fue una pintora que estuvo en el grupo de cabeza de las vanguardias artísticas del siglo XX, contribuyendo al desarrollo del cubismo con el mismo peso que otros artistas de su generación, aunque posteriormente abandonó esta línea estética. Participó en las exposiciones más relevantes de su época junto los artistas internacionales más punteros. Fue una mujer de notable personalidad, inteligencia clara e innegable talento en sus pinceles.
María Blanchard, la hora de la justicia para una gran pintora
«La conocí en París. (…) me admiraba su clarividencia y su profundo sentido del arte y de la vida. Se veía en seguida que había llegado, por la vía del dolor y (…) un talento privilegiado, a una maestría absoluta. (…) Todos la respetaban y la tenían como uno de los suyos» (Gerardo Diego).
María Blanchard fue una pintora que estuvo en el grupo de cabeza de las vanguardias artísticas que se gestaron en el siglo XX, contribuyendo al desarrollo del cubismo con el mismo peso que otros artistas de su generación, aunque posteriormente abandonó esta línea estética para impregnar sus obras con un sello único. Compartió casa y taller con los pintores Diego Rivera y Juan Gris, y participó en las exposiciones más relevantes de su época junto a Picasso, Braque, Lipchitz y los artistas internacionales más punteros. Los marchantes de su momento contaron para sus exposiciones con ella junto con aquellos otros que pasaron a la posteridad como referentes de un nuevo arte.
La importancia de su trabajo queda refrendada por la cantidad de escritores y críticos que escribieron sobre ella y su obra: Federico García Lorca, Gerardo Diego, Ramón Gómez de la Serna o Paul Claudel son solo algunos. Contó siempre con cálidas admiraciones y sinceros afectos de los hombres y mujeres más refinados que se cruzaron en su camino. Concha Espina, Matilde de la Torre o Juan Gris la conocieron de cerca.
Sus biógrafos se refieren a María Blanchard como “desdichada”. No fue feliz, y esto se hacía evidente para quienes la acompañaron en su paso por la vida. Su obra también se impregnó de este halo de aflicción.
María nació jorobada, con un problema que la marcó para siempre. Su corta estatura y la deformidad de su espalda la hacían visible, a su pesar, allí donde estuviera, en una época que no se mostraba nada caritativa con los que presentaban un físico disminuido; más bien, la conducta popular se acercaba a la crueldad hacia ellos. Aunque admitamos la superioridad de la voluntad sobre el aspecto físico, no podemos negar el calvario que supone una infancia y una adolescencia así. En el tiempo de María, tener un estigma era como llevar una diana para ser el blanco de burlas y crueldades. Durante toda su vida, esta malformación le acarreó muchos problemas de salud y fuertes dolores.
Pero las biografías que destilan algo especial no se caracterizan, precisamente, por haberse encontrado unas circunstancias fáciles. Más bien, al contrario: es en la dificultad donde surge el heroísmo, extrayendo de la adversidad un sello que marca la propia historia con un color especial.
María nació en el seno de una adinerada familia de Santander el 6 de marzo de 1881, y fue bautizada con los nombres de María Eustaquia Adriana. La sociedad santanderina estaba formada a fines del siglo XIX por hidalgos, comerciantes y pescadores, muy apegados a sus tradiciones y costumbres. El comercio con las colonias había desarrollado una gran actividad económica y había permitido el nacimiento de una próspera burguesía.
Su padre, Enrique Gutiérrez Cueto, era un escritor notable, fundador del periódico El Atlántico, en el que colaboraban José M.ª de Pereda y Enrique Menéndez Pelayo, entre otros, y donde publicó sus primeros versos Concha Espina. Ya su abuelo paterno había fundado anteriormente La Abeja Montañesa, una publicación con una fecunda historia literaria. Su madre, Concha Blanchard, de ascendencia francesa, era igualmente culta, algo extraño en una mujer de su momento. María fue la cuarta de cinco hermanos.
Los dos apellidos de su padre eran de gran prestigio en Santander, y llevarlos era sinónimo de talento. Esto empujó a María a adoptarlos en una época de su vida. Más tarde, se despojará de ellos y pasará a la historia del arte como María Blanchard.
Los primeros años de la vida de María transcurren pasando los inviernos en Santander y los veranos en las casas solariegas que su familia poseía en Comillas y Cabezón de la Sal. Inteligente y sensible, siempre tuvo una relación cálida con su padre, un hombre de mente clara que supo dar a sus hijos, y más meritoriamente a sus hijas, una buena educación. Recordemos que entonces en España había millones de mujeres que no sabían leer ni escribir y su acceso a los estudios superiores, aunque no estaba prohibido, era reprobado tácita o explícitamente. «Cuca», como la llamaban sus padres y amigos, dibujaba y leía con afán, y su padre acogió como una bendición del cielo el rayo de luz que se cernía sobre la niña al ver su temprano interés por plasmar la vida en un lienzo.
Con su madre, en cambio, siempre mantuvo una fría distancia. Su amiga Isabelle Rivière se extrañaba del «rencor feroz que no había dejado de alimentar contra aquella madre, amante pero plácida y satisfecha, que jamás había intentado cuidarla»; un distanciamiento que se percibe en algunas composiciones: Maternidad, Madre y niño o La refugiada.
Pocas son las fotografías que se conservan de María Blanchard. No aparece en las fotos de familia; siempre rehuyó las cámaras por el doloroso peso que para ella tenía su imagen. La foto más conocida es la publicada por Marc Vaux, fotógrafo de los pintores de París en los años veinte del siglo pasado, en la que aparece dando lecciones a Jacqueline Rivière. Sí existen, en cambio, retratos literarios de la pintora. Ramón Gómez de la Serna la describe «con su mirada de niña, mirada susurrante de pájaro con triste alegría».
El reconocimiento de María Blanchard como pintora ha sido tardío después de ser olvidada casi totalmente tras su muerte, y está condicionado por la dificultad para reconocer y recuperar su obra. La mayoría de sus cuadros se perdieron en sus obligados traslados de residencia, o fueron reutilizados en épocas de penuria económica, o simplemente están inidentificados por la costumbre que mantuvo durante mucho tiempo de no firmarlos.
Su condición femenina ha pesado mucho en la valoración de su obra, pero su pincel poderoso consiguió el respeto de sus compañeros desde el primer momento. María Blanchard ocupó el lugar más relevante del cubismo entre las féminas y a la altura de los representantes masculinos más significativos. Su pintura es independiente y comprometida.
Sin embargo, María Blanchard ha sido la gran olvidada de esta revolución estética. Cuando falleció, su familia retiró del mercado toda su producción, que en ese momento estaba en plena pujanza en las importantes galerías francesas y belgas. Aprovechando la confusión, algunas de sus pinturas siguieron circulando con el nombre de otros artistas o sin identificar a su autora. Esto, unido a una paralización del mercado del arte después de la Segunda Guerra Mundial, arrinconó los cuadros de la artista cántabra. Más tarde, se desvaneció de la historia del arte, perdiéndose la memoria de muchas de sus aportaciones artísticas. En las siguientes décadas, museos e historiadores tuvieron como práctica habitual ocultar la presencia y el recuerdo de las mujeres artistas, simplemente por su condición de mujeres.
María, pintora
«Y en este cuerpo enfermo, de esta alma sin reposo, del fondo de esta vida aplastada sin compasión, nació toda esta multitud de criaturas luminosas, llenas de ternura y de piedad» (Diego Rivera).
En 1902, María inició sus estudios de pintura en Madrid, animada por su padre. Allí aprendió en los talleres de los mejores artistas del momento. Estudia con Manuel Benedito, Fernando Álvarez de Sotomayor y Emilio Sala, grandes pintores los tres, que ocuparon después puestos relevantes relacionados con la adquisición y conservación del patrimonio artístico en museos e instituciones.
En 1906 presenta su pintura Gitana en la Exposición Nacional de Bellas Artes, firmando como María Gutiérrez Cueto. En 1908 volverá a concursar, esta vez con Los primeros pasos, por la que obtiene una medalla.
En 1907 entabla amistad con el pintor Diego Rivera, recién llegado a España. Durante veinte años serán inseparables en las tertulias, tanto en Madrid como en París, y seguramente no pasaron desapercibidos: él, alto y fuerte, con gran vitalidad; ella, pequeña, jorobada y silenciosa.
Viviendo en Madrid, María pasaba los veranos en Comillas y en Cabezón de la Sal. Allí pinta infatigablemente, sobre todo retratos, que son las únicas piezas de su juventud que no se han perdido, al estar en manos de familiares y amigos. Retrato de Fernando Gutiérrez Cueto, Perfil o Mujer con mantilla son de este momento.
Su prima Consuelo Bergés (escritora y activista social que defendió los derechos de la mujer en el panorama político de su momento) la recuerda pintando frente a un pequeño caballete «sostenido Dios sabe cómo».
En Cabezón de la Sal contaba con la compañía de dos mujeres inteligentes y luchadoras como ella: la gran escritora Concha Espina, prima de su padre, y Matilde la Torre, una de las tres diputadas socialistas que lucharon en los años treinta por los derechos de la mujer en España, a la que la unía un doble parentesco.
En estos años solo llevan la firma M. Gutiérrez las pinturas Gitana, Cabeza de gitana o Bretona, que son las que envía a los organismos oficiales por las ayudas de estudios recibidas para trasladarse a París. París era entonces la ciudad donde la gente vivía con una filosofía muy particular: vivir y dejar vivir. Eran los tiempos de Monet, Degas, Cezanne o Manet en pintura, de Rodin en escultura o de Fauré y Debussy en música. La capital parisina atraía a artistas de todos los países que buscaban una nueva libertad de expresión.
María Blanchard se integró en poco tiempo en la corriente de pintores que pululaba por los ambientes parisinos: nadie reparaba en su aspecto físico. En palabras de su amiga Angelina Beloff, su vida en París era heroica. Con la pequeña beca que recibía, compraba los colores, pagaba el taller Vitti, vivía en un cuartito y organizaba sus comidas.
Junto con otros cuatro pintores recorre Bélgica e Inglaterra buscando inspiración para sus cuadros. Dice Angelina: «Su deformidad provocaba crueles bromas de los niños de Brujas (…). A veces llegaron a arrojarle tierra o arena a sus cuadros. María, desesperada, se dirigió a la prefectura de policía y logró que le adjudicaran un gendarme para protegerla».
En el invierno de 1910 acude regularmente a la Academia Vitti y comienza a asistir a otro taller de pintura, la Academia Vassilieff. Realiza un breve viaje a Bretaña, que inspira la Mujer bretona.
La pensión de María se acaba y su compañero de trabajo, Diego Rivera, regresa temporalmente a México. Al no poder subsistir sola en París, se ve obligada a retornar a España. Se instala junto a su madre en el número 7 de la calle Castelló de Madrid y se presenta a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1910, obteniendo una nueva medalla con Ninfas encadenando a sileno.
Según relata la hija de Concha Espina, María se lo ofreció a la escritora: «–Conchita, te he mandado este mamotreto para que lo guardes en el sótano, si por “casualidad” tienes la llave. Si no, que lo lleve el trapero. –María, tengo la llave “sin casualidad”. Pero el cuadro es hermoso y no irá al sótano, no digas locuras de dárselo al trapero». Fue el cuadro que presidió el salón de estar mientras vivieron allí.
Viajó con su madre a Granada, donde su hermana era profesora, y llegó a tener un estudio en la Cuesta del Chapiz. Más tarde, regresó a París y compartió estudio y vivienda con Diego Rivera y Angelina Beloff, primero en el barrio de Montparnasse y después, en 1912, en el número 26 de la Rue Depart. Trabajaban todo el día, y después se reunían en La Rotonde, en una de las más famosas tertulias parisinas, que aglutinaba a lo más variopinto de razas y lenguas, y donde se compartían inquietudes artísticas.
En 1914 la falta de recursos la obliga a regresar de nuevo a España, pero su vida ya ha cambiado totalmente: ahora es aceptada como una más entre los artistas. Todavía es María Gutiérrez para la pintura, y sigue sin firmar ni fechar sus obras. Con treinta y tres años, decide preparar unas oposiciones de profesora de dibujo que le garanticen el sustento diario, cediendo así a las presiones de su madre. Mientras tanto, sigue pintando sin cesar.
En la primavera de 1914 se palpa en Europa la inestabilidad que precede a la Gran Guerra. Los artistas abandonan París buscando refugio, y algunos se dirigen a España como país neutral en la contienda.
María Blanchard se instaló en Madrid, en el domicilio familiar de la calle Goya, frente a la casa en que vivía Concha Espina, ya reconocida como escritora, la cual restringía las visitas a su casa con una sola excepción: «Para la señorita María estoy siempre».
Asiste a reuniones y tertulias, como la del Café Pombo, donde se congregaban los representantes más innovadores de la cultura madrileña. Sin embargo, la vida era muy diferente a la que ella había vivido en París. En Madrid, las mujeres no podían salir solas.
Por aquel entonces, Ramón Gómez de la Serna organiza una exposición en la que participan María Blanchard y Diego Rivera entre otros pintores, en una galería de la calle del Carmen, cerca de la Puerta del Sol. La exposición fue un rotundo fracaso y tanto el público como la crítica los vapulea sin piedad. El ABC publica: «Señor gobernador: por favor, recoja usted a unos pobres muchachos que andan por esas calles dando bandazos y hacen unas cosas absurdas, que dicen que son cuadros y esculturas, y están tan mochales que se llaman a sí mismo íntegros».
Aunque tenía el apoyo de su familia, ellos no comprendían su dedicación a la pintura hasta el punto de descuidar la búsqueda de una estabilidad económica. Ante la poca aceptación de su obra, prepara las oposiciones como profesora de dibujo, cediendo así a las presiones de su madre y, a finales de 1915, obtiene el título de «profesora especial de Dibujo Geométrico y Artístico de las Escuelas de Adultas de Salamanca».
Dice Ramón Gómez de la Serna, hablando de la plaza de profesora recién conquistada: «(…) se había destacado María como una bruja simbólica para los niños que la seguían y le gritaban por las calles. (…) María hubiese podido (…) esperar a que el pueblo se familiarizase con ella (…), pero María no sabía más que llorar y espantarse». Paloma de la Maza (nieta de Concha Espina) recuerda oír contar a su madre las humillaciones que recibía María en la calle, cuando la gente quería tocar su espalda con los billetes de lotería, ya que la clásica superstición española dice que eso trae buena suerte. María percibe que la distancia con el París que la acepta por su capacidad intelectual y su talento es abismal, y elige renunciar a la plaza con la que se aseguraba económicamente el futuro, a cambio de una vida llena de estrecheces, pero en la que se siente un ser humano digno. Así, en 1915, regresa a Francia.
Para valorar la magnitud de su decisión, tenemos que recordar que María Blanchard ya conocía lo que era pasar hambre y frío en París y tener que seguir pintando con la esperanza de conseguir descollar en un mundo de artistas muy concurrido en el que para todos, no solo para ella, era muy difícil hacerse un sitio.
Comienza su ascenso
En su regreso a París, malvive pero resplandece, según atestigua Ramón Gómez de la Serna tras una visita, que declara que vivía en «aquellas casas de otros», que eran estudios abandonados de los que no habían vuelto de la guerra.
En 1916, el marchante más importante, Leonce Rosenberg, la contrata para su galería. Hay constancia de que participa en todo acontecimiento, por insignificante que sea, que incumba a la élite de los artistas de vanguardia. Y en este mundo mayoritariamente de hombres, María Blanchard se abre camino con una personalidad pictórica definida, y es invitada a participar en una importante muestra.
Al formar parte de la misma galería, se intensifica su relación con Picasso, que intenta aconsejarla. Ella solía reproducir a sus allegados lo que el pintor repetía: «Pobre María, crees que una carrera se hace solo a base de talento…». También el pintor Lothe la ayudaba en este terreno: «Girardin ha ofrecido a María un trato que la pone entre la espada y la pared. He pasado toda la mañana rehaciendo una carta que ella le dirige pidiendo una mejora de condiciones. ¡Mira que es tonta en materia de negocios!».
El duro invierno parisino y la falta de algo con que calentarse, dificultan su trabajo diario. Dibuja incansablemente para elaborar y disponer los planos de sus composiciones. Son tiempos duros. Los adultos subsisten con dificultad, pero para los niños sobrevivir se convierte en una proeza. En 1917, el pequeño hijo de Diego y Angelina no resiste la penuria. La muerte del niño antes de cumplir los dos años, al que María considera su ahijado, la sume en el dolor.
Ante el avance de la guerra, María Blanchard abandona París junto al pintor Juan Gris, instalándose en una casa que Lhote tenía en el campo. Huyen de la ofensiva alemana, y con ellos va Jacques Lipchitz junto a su esposa; más tarde se les une el poeta chileno Vicente Huidobro.
Las cartas que la artista escribe desde allí, fechadas en 1918, desvelan su apego por París. También describe sus dolores. «Hace tres días que estoy en cama, tres días de desesperación, lo veo todo negro; sufro unas terribles neuralgias que no me dejan descansar ni de día ni de noche. Si van a durar mucho, no voy a tener otro remedio que irme al hospital o suicidarme. Un abrazo, María la triste».
En 1920 es elegida junto a Picasso, Braque, Severini, Lipchitz, Metzinger y Rivera para formar parte de la exposición Cubistes et neo-cubistes, de Bruselas. Participa en la Exposició d’art francés d’avantguarda en Barcelona y en la exposición La Scuola di Parigi, que se muestra en la Bienal de Venecia en 1926, con los artistas más punteros de la vanguardia internacional.
Triunfa al presentar en París La comulgante. Al decir de los expertos, el tenebrismo de esta pintura es reflejo de sus vivencias. Logra el reconocimiento unánime, que se traduce en una gran mejora económica a través de contratos con los más importantes marchantes belgas y franceses.
Cumplidos los cuarenta, unos amigos proporcionan a la pintora un estudio en la calle Boulard, donde tuvo visitantes ilustres, algunos habituales, como el rey Gustavo V de Suecia.
En sus últimos años se hace cargo de la manutención de su hermana y sus sobrinos, en aquella ciudad para ellos extraña. Pero pasa el tiempo, y los padecimientos físicos y morales empiezan a presentar factura. Una obra destacable de este último periodo es precisamente La convaleciente, en la que la artista capta el estado de postración de la enfermedad a través de efectos y contrastes de luz muy personales.
María murió de tuberculosis el 5 de abril de 1932.
¿Qué tiene su pintura de especial?
Sus obras cubistas son soberbias, al decir de los expertos, y gozan de un estilo personal. Poco a poco se inclina a contracorriente hacia imágenes intimistas de personajes desvalidos, retratando escenas de la vida cotidiana que llevan a la compasión: la pobreza en la infancia, la angustia de los desamparados, mujeres enfermas, niños. Ella introdujo elementos personales, como el tratamiento del color, matizado y personal.
Sus modelos son las personas de su entorno y provienen de su memoria, ya que los plasmaba en la soledad de su estudio. En sus lienzos, el dibujo es esencial, marcando el volumen y el contraste, perfilando todos los planos. María Blanchard realiza distintas versiones de sus obras, tanto de las pinturas al óleo como de los dibujos o pasteles.
Aunque todos los personajes de María Blanchard podrían invitar a la ternura, también es frecuente la presencia de cierta acritud. Siempre se sintió atraída por el misterio de la infancia. Ella no creía demasiado en la inocencia de los niños porque en demasiadas ocasiones tuvo de comprobar los matices siniestros que encerraba esa candidez. Buena prueba es el desenfado de La comulgante o el gesto del niño de El carro de helados.
El cuadro La comida, con su contextura pastosa y con los colores que sugieren los gestos, sin perfilar las facciones, es uno de los lienzos que demuestran la agudeza con que la pintora esboza fragmentos de ademanes y de gestos, y con ellos consigue hacernos penetrar en la escena.
En los seres humanos que retrata, la expresión queda realzada por la técnica espejante y aterciopelada que manejó tan diestramente María. Niñas talladas en cristal o en cuarzo, mujeres de porcelana, siguen captando nuestra mirada desde el lienzo. Es un mundo traslúcido y melancólico.
Gracias a su capacidad para medir las desdichas anónimas, María Blanchard convierte en relevante lo que pasa desapercibido en el devenir cotidiano. Los momentos grises que pueblan los días de cada uno están llenos de desventuras que permanecen invisibles a los ojos ajenos al que las padece. Pero como espectadores nos vemos reflejados en ese sentir del personaje.
Su huella
Dos días después de su muerte, aparece la noticia en Luz, Diario de la República. El escritor Corpus Barga hablaba de cómo la artista, «un duendecillo en su estudio de Montparnasse», había sido tragada por el silencio, y pedía a las mujeres españolas que salvaran su memoria. Su llamamiento fue atendido. El 1 de junio de 1932, se celebró un homenaje en el Ateneo de Madrid. Allí estaban Clara Campoamor, Ramón Gómez de la Serna, Concha Espina y Federico García Lorca, entre otros.
Sus biógrafos valoran la valentía que tuvo como artista y como mujer que supo adaptarse a los tiempos y a las dificultades. Triunfó en París. Fue una artista especial, porque había mucha gente que iba a París y no lo lograba.
Fue una mujer de notable personalidad, inteligencia clara e innegable talento en sus pinceles. Cortejoso destaca: «Lo vulgar, lo cotidiano, adquiere en ella grandeza y se hace dramático en medio de los azules apagados, los verdes oliváceos, los blancos y los negros que brotan de su paleta”.
Un tiempo difícil el que tuvo que vivir María Blanchard para una persona de sus características. Y, sin embargo, hoy está aquí. Cuando ya han pasado más de ochenta años desde su muerte, seguimos hablando de ella, de su vida y de su obra. Por los caprichos –o la justicia– del destino, aquellos que hicieron difícil su vida ya no tienen nombre ni rostro para nosotros.
BIBLIOGRAFÍA
* María Blanchard, Leopoldo Rodríguez Alcalde. Dirección General del Patrimonio Artístico y Cultural.
* María Blanchard: la pintura, fundamento de una vida. M.ª José Salazar. Librería Estudio, 2012.
* Artículos de El País:
* Apertura en Madrid de una exposición sobre María Blanchard y el cubismo.
* Contra el olvido de María Blanchard.
* Justicia para la gran olvidada del cubismo.
* La obra de María Blanchard llena las salas del Museo Español de Arte Contemporáneo.
* Llegó la hora de María Blanchard.
* María Blanchard, toda una vida de pintura y escritura.
* María Blanchard, la gran artista ignorada.
* París, la cima de María Blanchard.
* Un documental rescata la figura cubista de María Blanchard.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.
No Comments Yet!
Leave A Comment...Your data will be safe!