Concha Espina: la dama de la Generación del 98
«Juzgo a Concha Espina uno de los más relevantes valores de la literatura universal» (Jacinto Benavente).
Perteneciente a la Generación del 98 junto a Unamuno, Benavente, Valle Inclán, Felipe Trigo, Roso de Luna, Pío Baroja, Maeztu, los hermanos Quintero, Blasco Ibáñez, Ramón y Cajal, Rubén Darío, los hermanos Machado… almas grandes todos, tocados por la gracia de las musas, Concha Espina es «la dama» de esta fructífera generación que dotó a España de una oleada de personajes extraordinarios.
La prosa espiniana «hace un bien casi físico al lector», decía el gran médico y filósofo Gregorio Marañón, también contemporáneo y admirador suyo. Pero no era la idea de llegar a ser tan gran escritora lo que había soñado la pequeña Conchita cuando empezó a sentir la necesidad de expresar sus más íntimos sentimientos. Su madre, perteneciente al viejo linaje de los Tagle de Santillana del Mar, con gran sensibilidad y la intuición propia de todas las madres, le ayudaba a pergeñar algún que otro verso cuando la niña aún no sabía manejar la pluma y se quedaba extasiada junto a los cristales del mirador de la mansión de los Tagle contemplando el ancho mar de la bahía santanderina, ese mar que tanto significó luego a lo largo de su vida. Los sueños, las pequeñas reflexiones que se le venían a la mente eran adivinados como un precioso secreto por la fina sensibilidad materna, que los hacía versos sabiendo cómo le gustaban las palabras nuevas a la niña, cómo adoraba ya desde pequeña la riqueza del lenguaje, que tanto puliría y sopesaría luego en sus escritos. No pensaba la madre que, con el paso de los años, esta sería la profesión de la que viviría y la verdadera vocación de Concha Espina.
«Yo era una niña seria, algo melancólica, muy llena de curiosidades, influida ya por la intuición y el presentimiento», afirmará ella misma años más tarde.
El día 15 de abril de 1869, a las doce de la mañana, nacía Concha Espina y Tagle en Santander, en la casona del Muelle de las Naos, cuarta de los siete hijos que tuvo el matrimonio formado por Víctor Espina y Ascensión Tagle. Contaba su padre que, al regresar ese mismo día de bautizarla en la parroquia de la catedral santanderina, la recién nacida abrió los ojos y volvió su cabecita hacia el mar. Quién sabe si la risa alborotada de las olas despertó a la pequeña, que contemplaba por vez primera ese mar, siempre tan querido y añorado luego en la distancia del Madrid que la vio morir en 1955, a los ochenta y seis años, tras una vida verdaderamente ejemplar y fructífera hasta el final de sus días.
Difícil época para las mujeres la de la primera mitad del siglo XX, que tan intensamente vivió Concha Espina. Con gran estoicismo y envidiable sentido del humor superó siempre las dificultades sin rebelarse, y así pudo sobrevivir a todas las desgracias con la mayor serenidad. Era realmente una sociedad injusta donde las mujeres casadas nada podían hacer sin el consentimiento de su marido. Y ella, tempranamente sola, no solo fue capaz de sacar adelante a sus hijos con su trabajo, sino que además les dio a todos una cuidada y perfecta educación, siendo la primera mujer española que pudo vivir de la literatura. Casada con Ramón de la Serna, un hombre al que apenas conocía y con el que nunca llegó a compenetrarse, la vida matrimonial de Concha fue difícil y desgraciada.
Deseosa de asirse a una felicidad perdida tras la muerte de su madre, decide un día casarse con el guapo mozo de Cabezón de la Sal, un hidalgo distinguido y elegante que persigue enamorado a la segunda y la más guapa de las muchachitas de la casa de Luzmela, quizás por saberla difícil y un poco reacia a rendirse a los halagos. Inquieta y preocupada, pero ilusionada como siempre que emprendía una nueva aventura, se encamina Concha hacia el altar tras una noche de insomnio y soledad, de terribles premoniciones ante el traje nupcial extendido en el sofá de su gabinete. Su corazón parecía presagiar la tormenta que se avecinaba pero, una vez decidida, era necesario seguir adelante y disimular su inseguridad. Ante la mirada del sacerdote que bendice su enlace, unida su mano a la de Ramón, inicia Concha la nueva etapa que le llevará a descubrir todas las miserias y las glorias de la naturaleza humana.
El viaje de bodas fue largo, cruzando el mar hasta Chile, donde el inexperto esposo se encontró con que los administradores de su hacienda, una de las más ricas del virreinato, habían despedazado su fortuna y la de sus hermanos. Concha y Ramón contemplan absortos el desmoronamiento de su fortuna, que se lleva en pedazos una felicidad cada vez más imposible. La catástrofe económica fue espantosa. Instalados en Valparaíso, se hicieron muy difíciles los nuevos caminos para Concha, que se encontró al poco tiempo con dos cunas en el hogar, lejos de su patria, y sin saber cómo iba a salir adelante para salvar «tan frágiles navecillas» en medio de la gran tempestad a la que tenían que enfrentarse. Ella misma nos cuenta cómo decidió coger las riendas de su vida para no naufragar junto a sus dos pequeños, que constituían ahora su mayor y más preciado tesoro:
«Una noche, a la puerta del templo donde había entrado a rezar, me entregaron un periódico: era chiquito y humilde; publicaba poesías y artículos sociales; se titulaba El Porteño. Pregunté por noticias de aquel semanario y me dijeron que lo patrocinaba don Ramón Ángel, gobernador eclesiástico de la diócesis.
Al día siguiente, me fui calle adelante, por la más céntrica de Valparaíso, a impulsos de una fuerte esperanza. Llamé en una vivienda muy principal, preguntando por don Ramón Ángel; y recibida al punto, halleme confundida ante un sacerdote de noble aspecto que me invitó a sentarme y quedó aguardando.
–¿En qué puedo servirla? –interrogó.
Yo miraba un gran retrato de León XIII, el pontífice de los obreros, suspendido sobre el sillón del cura, y daba vueltas con mucha timidez al preparado mensaje.
–Venía –dije al cabo– a ofrecerle a usted mi colaboración para El Porteño.
–¿Es usted escritora? –murmuró el gobernador sorprendido.
–Soy… poeta.
–¿Hija de España?
–Sí, señor –respondí contentísima.
Estaba orgullosa igualmente de mi patria y de mi numen. Y, pobre novicia en achaques de periodismo, desplegué, llena de orgullo, unas cuartillas con versos españoles.
Don Ramón Ángel sonreía preguntando los motivos de mi expatriación y la historia de mi literatura. Hasta que oyó un ingenuo relato, enterándose de que yo sufría mucho y necesitaba ganar dinero. Dejó de sonreír, pasó la vista por las estrofas conmovido y pronunció con lástima:
–Los versos, hija mía, no se pagan en nuestro periódico, ¿Por qué no acude usted a las publicaciones diarias de Santiago, a las de aquí mismo…?
–¡Son tan grandes…! No me atrevo.
–¿Y no escribe usted en prosa?
–¿En prosa? –repetí con susto.
En mis ojos se delató, sin duda, una ansiedad tan triste que el sacerdote, mirándome compadecido, sentenció con sabia dulzura:
–¡La vida es prosa!
Después averiguó con solicitud el domicilio de la extranjera que se despedía con los ojos llenos de lágrimas.
Yo, señalándole los versos, insinué desoladamente:
–De todos modos, si le sirven…
–Me sirven, los guardo y espero que nos mande usted más.
El Porteño, chiquito y humilde, quiso pagar con tal esplendidez la colaboración de la niña poeta que el éxito de aquella primera salida por el campo crematístico de las musas me lanzó a través de muchos periódicos del mundo…».
Esta fue su primera salida «profesional» en busca de trabajo, de la que volvió más conmovida que decepcionada. Caminaba con paso sereno sintiéndose fuerte a pesar de tener que cargar con el peso de sus dos hijos adorables y el más grande y pesado de su obediencia y fidelidad al sacramento del matrimonio, que la unía de por vida a un esposo cada vez más distanciado de aquel hombre ideal que ella quiso creer que había encontrado para formar un hogar feliz. En los pocos años que duró su desgraciada aventura, tuvo cinco hijos, nacidos en Chile los dos primeros -Ramón y Víctor- y en Luzmela y Cabezón de la Sal, adonde regresó el matrimonio rápidamente tras los cuatro años de Valparaíso, los otros tres: José, muerto prematuramente, Josefina y Luis. Con enorme entereza y serenidad, sintiéndose sola como nunca hubiera sido capaz de suponer, Concha encaja los golpes que van forjando su vida con dificultades cada vez mayores, pero llevando ya para siempre «en los ojos la pena y en la boca el sigilo».
Su trayectoria literaria profesional había comenzado. Atrás deja ahora Concha sus artículos que tanto le ilusionaba ver publicados en El Porteño y luego en El Correo Español de Buenos Aires, que solicitaba una y otra vez sus colaboraciones, y regresa a España con su marido y sus dos hijos, instalándose en Luzmela. Es plenamente consciente de que esto es solo el comienzo de un difícil camino, pues ha decidido firmemente ser escritora, pero en ningún momento quiere abdicar de su condición de madre. Esta incertidumbre por el porvenir que se le avecina le hace dudar ante la enormidad del sacrificio que le va a suponer compaginar ambas responsabilidades en un mundo difícil y reacio al trabajo intelectual de la mujer, y en el que ella sabía además que se le iba a exigir mucho más que a cualquier otro del sexo opuesto. Pero Concha tuvo siempre una inmensa fe en Dios y también en sí misma, en su capacidad de trabajo y en su fuerte naturaleza femenina y guerrera, capaz de enfrentarse al mundo entero si fuera necesario. Solo así se explica que pudiera abrirse camino como lo hizo y que llegara donde llegó. La Real Academia la estuvo rondando, y fue nominada dos veces para el Premio Nobel de Literatura, pero fue vana su esperanza de que al final quedara abolida esa especie de ley sálica que ha venido pesando hasta hace muy poco sobre las normas estatutarias de la docta corporación, además de los prejuicios sexistas de la sociedad de su tiempo para todo lo que fuera elevar a la mujer sobre lo que era «propio de su sexo».
Su condición y su altura de gran escritora, novelista, ensayista, articulista, poeta y mística a la vez, bien hubieran merecido ambos galardones, pero estos premios nunca llegaron, a pesar de que su categoría nunca se vio disminuida por su condición de ser mujer, sino que, al contrario, siempre afloraba en sus escritos una línea muy femenina y personal que los enriquecía con su buen gusto, su delicadeza, su búsqueda permanente de lo estético, sin rehuir con valentía una verdad desnuda siempre que lo consideraba necesario. «No describe -dice José Carlos Fernández-, más parece que borda los paisajes con hilos finísimos de brillantes colores. Pero entreteje el alma en sus imágenes con tal maestría que sus cuadros se muestran vivos y palpitantes».
Su nieto mayor, Víctor de la Serna, la retrata a la perfección en el epílogo de la biografía escrita por Alicia Canales, fascinado por el atractivo no solamente físico, sino espiritual de la abuela:
«No creo haber visto jamás ni siquiera levemente irritada a Concha Espina. No recuerdo haberla oído nunca alzar su voz por encima de su timbre normal y suavísimo. Pero recuerdo muy bien –¡y cómo!– hasta qué punto aquella criatura casi irreal a fuerza de ser elegante y mesurada, podía imponer su autoridad y su firmeza no solo a nosotros, sus nietos –que al fin y al cabo éramos unos chiquilicuatros revoltosos y muchas veces indómitos–, sino a adultos importantísimos y respetables a los que, cuando llegaba la ocasión, podía dominar con el imperio de unas maneras perfectas, pero con una dialéctica implacable y materialmente sin posible réplica. Su impavidez no tenía límites, pero su rapidez de respuesta, su lucidez y su agudeza eran literalmente pasmosas. Y en las circunstancias más difíciles, o más imprevistas, o más sorprendentes, siempre supo sacar a relucir una cualidad propia de los seres superiores y que en ella se daba portentosamente: el sentido del humor».
El nieto continúa recordando, en este mismo trabajo, la gran biblioteca de la casa de Concha Espina cuando esta vivía en la calle Goya de Madrid con sus hijos:
«Muchos años más tarde, recordando aquel bosque literario de la casa de Goya, he comprendido por qué aquella mujer, Concha Espina, había podido dar el gigantesco salto que va desde la niña provinciana que escribe versitos ingenuos y sensibles casi instintivamente, con relativo buen gusto pero sin gran novedad, a la inmensa escritora de El metal de los muertos, a la dominadora magistral del lenguaje. Y desde la muchachita cuya altura no pasa de los poemas de Núñez de Arce y de las novelas de Fernán Caballero –dicho sea con todos los respetos para ambos– a la re-creadora y estudiosa de las Mujeres del Quijote. Sencillamente, Concha Espina había leído todo aquello».
Se advierte desde luego a lo largo de toda su obra ese inmenso bagaje cultural que le proporcionaba la lectura asidua de los clásicos y el estar al día de todo lo que se publicaba en Europa y en América, a la que nunca dejó de enviar sus colaboraciones:
«…En términos generales yo diría que Concha Espina, a partir de su largo –y seguramente heroico– aprendizaje literario, se adueña de un instrumento creador original y sólido que dará a su escritura, desde su primera hasta su última gran novela –es decir, desde La niña de Luzmela hasta Un valle en el mar– una unidad estilística palpable y una idea de la narración muy personal».
Yo tuve la suerte de conocer personalmente, aunque desgraciadamente ya viudo, a su yerno, el famoso guitarrista Regino Sainz de la Maza, casado con Josefina. En varias tardes de conversación con él en el delicioso ambiente de las tertulias improvisadas con otros músicos y artistas hospedados en el hotel Washington Irving durante los Festivales de Música y Danza de Granada, Regino me hablaba entusiasmado y nostálgico de su mujer y de su suegra, «las dos mujeres más maravillosas que había conocido». Poco después, en una visita a la casa de Luzmela, su hija Paloma nos regaló la preciosa biografía de «la abuela» escrita por Josefina, publicada en 1957 e inexplicablemente nunca más reeditada, que conservo como una joya. Esta apasionada y apasionante biografía de Concha Espina escrita por su hija, y que yo me leí de un tirón, me hizo conocerlas e inmediatamente quererlas a las dos como algo muy familiar y muy mío. Yo había leído entonces solamente, y hacía ya años, de toda la obra espiniana, La niña de Luzmela, que me había impactado hondamente por la belleza de su escritura y el alarde de riqueza de su vocabulario, una maravillosa muestra del más crudo realismo unido a la más deliciosa poesía, lo que me había hecho colocar esta primera novela de Concha Espina entre mis obras favoritas, pero aún no conocía la patética trayectoria vital, la extraordinaria aventura humana de la autora y fueron precisamente su hija y su yerno los que me la descubrieron.
En España ya no se editan sus obras, que fueron traducidas en su tiempo a todos los idiomas europeos. Ni siquiera La esfinge maragata, quizás la obra maestra de la literatura femenina en lengua castellana, en la que describe las penalidades de las mujeres de Astorga (León), con unos maridos itinerantes que las «visitan» una vez al año, sembrándolas de nuevos retoños para combatir el fatigoso laborar de una tierra estéril y sin hombres que la trabajen.
Quiero terminar con las palabras proféticas de su hijo Víctor de la Serna y Espina que, en el prólogo del libro de Josefina, hablan mejor que nadie de lo que significaría ahora y lo bueno que sería volver a recuperar un mundo que ya la mayoría estamos empezando a añorar:
«Su obra es para nosotros, acostumbrados a cruzarnos en las estrechas escaleras de los edificios de hoy, sin ceder el paso jamás, como recordar las amplias escaleras antiguas, por las que podían subir cómodamente cuatro personas al tiempo y en las que, sin embargo, las gentes se cedían el paso. Nos parece, el gesto de los de entonces, totalmente inútil. Pero ya vamos aprendiendo que la cortesía, como la forma bella y serena en arte, puede ser un artículo de primera necesidad. Es preciso para ello que el espíritu se afine, la sensibilidad se depure.
Cuando esto ocurra, Concha Espina habrá ocupado el lugar que le corresponde en nuestras letras».
Pues eso, «que el espíritu se afine y la sensibilidad se depure». Ese es mi deseo para la Humanidad y especialmente para nosotras, las mujeres con afán de superación, pues tenemos la fuerza y el poder suficientes para lograrlo e influir con amor y sabiduría en esa labor paciente y cotidiana de hacer renacer de nuevo a los héroes y heroínas del siglo XXI.
Bibliografía
– Vida de mi madre Concha Espina, Josefina de la Maza. Editorial Marfil S.A. Alcoy, 1957.
– Concha Espina, Alicia Canales. Editorial EPESA, colección Grandes Escritores Contemporáneos. Madrid, 1974.
– «La Generación del 98, un eco de la España Profunda», José Carlos Fernández. Cuadernos de Cultura de Nueva Acrópolis, n.º 273, septiembre 1998.